Caminando bajo la luna, de Joan Miró
El Pez Negro
Abisal no solía abandonar las profundidades, hasta que una noche, motivado por
un extraño impulso, subió a la superficie. El mar era tan negro como su origen,
y la tierra una oscura silueta en el horizonte, ribeteada por la luz
blanquecina emanada de una sonrisa celestial, alba como un sueño suspendido en
la nada.
—Hola, sonrisa
—dijo el pez esperando una respuesta amable.
—Buenas noches, desconocido
y extraño ser.
—¿Cómo te llamas?
¿Hacia dónde vas?
—Sigo mi camino
—contestó la luna.
—¿Puedo
acompañarte?
—Al caer el sol,
aquí estaré, cada ocaso.
El
planeta, en su feliz cuarto menguante, sonrió, se despidió y continuó su camino
sin percatarse de que, a partir de ese encuentro, cada noche, el pez la seguía cruzando
océanos, estrechos y canales, hasta el poniente.
Hoy,
la luna sonríe rodeada de estrellas que juguetean con las olas, y el Pez Negro
Abisal, en la profunda sima, instruye a sus pequeñas luciérnagas sobre los
beneficios de la perseverancia.
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