Marina

Marina
Marina, de Ezequiel Barranco Moreno

viernes, 8 de mayo de 2020

Conversaciones en la barra de un bar - II: El almuerzo

I love liberty, de Roy Lichtenstein

El bar, un restaurante con más ínfulas que categoría, estaba lleno de funcionarios que pasaban allí su hora libre y de estudiantes que se tomaban una cerveza antes de volver a casa. Me senté en una banqueta en el extremo da la barra y me pedí el menú número tres, que el camarero me sirvió diligente tras mirar su reloj. «¿Me invitas?» —preguntó una voz femenina a mi derecha—. Volví la cabeza sorprendido y allí estaba ella, la Estatua de la Libertad, que me miraba fijamente.
            Asentí por educación y curiosidad y, tras presentarme, para romper el hielo, le pregunté que qué hacía tan lejos de América, y que si había conocido a Kennedy, Bush o Trump, que eran los únicos que recordaba. Me dijo que sí, que tenía más simpatía por unos que por otros, pero que a ella nunca le han reprochado nada y que, al menos de boquilla, siempre la han tratado como a una diosa, aunque pensaba que últimamente la tenían algo olvidada.
            La estatua pidió un menú que pudiera comer con una sola mano —un filete trinchado y una sopa—, ya que el brazo derecho lo tenía ocupado con la antorcha. Yo estaba extrañado, a nadie le llamaba la atención su presencia, salvo al camarero que exigió, por las características del local, que apagara la llama, no fuera a quemarse el techo.
            Terminé el desayuno y salí apresurado para evitar las miradas de los otros clientes.
            —Me da pena dejarla ahí ante la mirada de todos, con su antorcha apagada  —me dije sin volver la vista.
            —¿Tienen fuego? —le escuché decir—. Solo uno contestó: «Lo siento, no fumo».

viernes, 1 de mayo de 2020

Conversaciones en la barra de un bar - I: El desayuno

Clotilde contemplando a la Venus de Milo (detalle), de Joaquín Sorolla 

El bar, una especie de bristó de esos en los que, aparte de desayunos y copas, te dan comida económica, estaba casi vacío. Me senté en una banqueta en el extremo da la barra y me pedí un café y una tostada, que el camarero me sirvió diligente tras mirar su reloj. «¿Me invitas?» —preguntó una voz femenina a mi derecha—. Volví la cabeza y allí estaba ella, la Venus de Milo, que me miraba fijamente.
            Asentí por educación y curiosidad y, tras presentarme, para romper el hielo, le pregunté sobre su vida, si sabía algo de Cupido y si lo había vuelto a ver. Me dijo que sí y lo definió como un hombre tan volátil y enamoradizo que estaría por ahí con cualquiera, en un museo, o bajo la tierra, y que lo mismo aún conserva la manzana que le ofrecí. En todo caso, no mostró interés en responderme. Había pasado mucho tiempo, pensé.
            Venus se quedó mirando el café, lógicamente sin poder cogerlo. Se lo acerqué a los labios y le di pedacitos de mi tostada. Yo estaba extrañado, a nadie le llamaba la atención su presencia, salvo a algún joven que, sin disimulo, miraba, más que los pechos, los secretos que guardaba la túnica milagrosamente suspendida sobre sus caderas.
            Terminé el desayuno y salí apresurado para evitar las miradas de los otros clientes.
            —Me da pena dejarla ahí ante la mirada de todos —me dije sin volver la vista.
            —¡Qué lástima!, como ha cambiado Cupido —le dijo Venus al camarero mientras éste le limpiaba los labios.

viernes, 24 de abril de 2020

Travesía

Puesta de sol, de Carlos de Haes


Cuando se bajaron del tren, después de años de viaje, y comprobaron que no había nada, que nadie los esperaba, que ningún juez iba a premiarlos o castigarlos, se sentaron en un banco del andén a esperar juntos la puesta de sol.

viernes, 17 de abril de 2020

La sombra

Jardín de noche, de Alejandro Quincoces

No la soportaba —siempre por los suelos, deforme, anárquica en sus movimientos, y caricaturizando su figura—, pero no podía desprenderse de ella.

Era tal su odio, que dejó de salir al amanecer o en el ocaso, cuando su presencia era más evidente y desgarbada. Se ocultaba tras los edificios bajo y los árboles y se encerraba por las noches para evitar las sorpresas desagradables que le proporcionaban las farolas y las luces de los escaparates. Terminó paseando solo los días nublados y lluviosos, cosa poco habitual en la ciudad del sur donde vivía, hasta que se encerró para no verla.
Estaba siempre a oscuras —el interior de las casas está siempre llenó de luces y la oscuridad hacía más visible su reflejo—, de forma que pasaron meses sin que nadie lo viera.
            Una noche, un apagón en la ciudad le dio la oportunidad de salir. Miró al cielo y se aseguró de que estaba nublado y que era luna nueva, bajó las escaleras totalmente a oscuras y tomó el camino del parque pero, al cruzar la avenida, ahí estaba ella, en la calzada, alargada, imponente y amenazante. Se quedó paralizado, no vio las ráfagas ni escuchó el frenazo del coche que lo alcanzó por la espalda.
            En el asfalto, una mancha oscura de sangre corría contrahecha y estilizada cuesta abajo. 

viernes, 10 de abril de 2020

Bonsáis

Riña de gatos (detalle) de Francisco de Goya

Quería tanto don Ramiro a su hijo recién nacido que decidió que lo mantendría siempre junto a él. Lo planeo de forma exhaustiva acudiendo a la bibliografía más actual y a antiguos tratados orientales. No podía permitirse ningún error.
Comenzó con la antigua técnica japonesa para conseguir los pies de loto, pero aplicada a todo el cuerpo y, especialmente la cabeza. Cuando vio que al final de los vendajes de piernas y brazos, comenzaron a aparecer las uñas, se las fue limando, y siguió recortando, con sumo cuidado, los pulpejos de los dedos, pero solo la piel y el tejido celular subcutáneo, para evitar hacerle daño. Terminada la operación los curaba, con anestésico local, y vendaje compresivo. De esta forma, explicada de manera muy sucinta, consiguió mantener los cincuenta centímetros que el pequeño Martín había medido al nacer.
            Con el paso del tiempo acomodó la casa para que el pequeño, que no conocía más mundo que el salón, fuera feliz. Encargó una casita de muñecas con las medidas adecuadas a su estatura, orientada de este a oeste entre dos ventanas que permitían seguir el ciclo del día y la noche, la rodeó de un jardín de césped artificial, en el que puso diversas jaulas con mariposas y grillos y plantas y arbolitos que él mismo había tratado para conseguir el crecimiento que se adaptara a la casita. El pequeño, creció feliz amparado por el cariño de su padre y libre de los peligros del mundo exterior.
            Al cumplir los dieciocho años, su padre le hizo un regalo espectacular, la compañía de una pequeña, hija de unos amigos suyos que compartían su afición y con los que había fundado el Club de los Peques. En poco tiempo, como era de esperar, se enamoraron y concibieron su primer hijo, que mantuvo las características físicas de sus padres.
            Al cumplir los cincuenta años, ya habían tenido una prole de quince hijos, y el anciano patriarca amplió la casa con doce habitaciones más, extendió el jardín y construyó una escuela a la que acudieron los hijos de otros miembros del club. Fue entonces cuando ocurrió la desgracia. Aprovechando un descuido de don Ramiro, entró un gato a la casa, mató a seis niños, a dos de los cuales se comió.
            Martín, herido gravemente, pudo escapar con su mujer y el resto de los pequeños, que en ese momento estaban en el recreo. Se escondieron en el bosque cercano y allí crearon una nueva comunidad. Martín, consciente de su debilidad, les adiestró sobre las medidas básicas para su supervivencia, y los mantuvo unidos en lo más profundo del bosque. Han pasado muchos años y los gnomos, que así los llaman aunque nadie ha llegado a verlos, siguen viviendo allí, bajo la tutela del Patriarca, que los reúne cada noche para contarle historias de su civilización, bajo la protección del dios Ramiro, al que encomiendan protección ante el diablo, al que todos conocen como Gato.

viernes, 3 de abril de 2020

Pandemia


 
Coronavirus
Llevábamos un año, seis meses y catorce días confinados por culpa del dichoso virus y yo, la verdad, ya me encontraba cansado y agobiado por tanto enclaustramiento. Cada mañana me despertaba decidido a salir, pero me asomaba a la ventana y veía a esa masa de gente, yendo en todas direcciones, uniformadas con su traje azul azafata y esa cabeza redonda de igual color, con decenas de espículas terminadas en una especie de ventositas, que me hacían replanteármelo. Otras veces era por la noche cuando notaba la necesidad de tomar el aire fresco, pero me asomaba y veía la calle totalmente vacía, solo con algunas sombras que se desplazaban por las paredes de los edificios y, a veces, producían unos sonidos guturales que ponían los pelos de punta. Me amedrentaba y me quedaba en casa y, tras tomarme un tranquilizante, me acostaba hasta la mañana siguiente. 
Por fin una noche escuché cantos en la calle, era un centenar de personas que, desafiando la cuarentena impuesta, se decidió a salir en grupo. Lo hicieron sin ningún tipo de complejo, juntos, cantando y bailando detrás de un joven, que los dirigía. No lo dudé y bajé corriendo a unirme a ellos.
Desde entonces aquí estoy cada noche, siguiendo a Michael Jackson al ritmo de su Thriller.

viernes, 27 de marzo de 2020

Diáspora

Incendio en el bosque, de Piero do Cosimo

Lo característico del Bosque de Cardián, situado en la actual Etiopía, aparte de lo frondoso de su vegetación formada por grandes árboles de las más diversas especies, era su fauna.
Los únicos animales que lo habitaban vivían encaramados en las copas más altas, de donde solo bajaban para comer y para parir.
Los cardianes, que así se llamaban estos curiosos seres, tenían forma de sirena, con torso y cabeza humana, y cola de pescado. En vez de las aletas caudales, disponían de fuertes garras que les servían para agarrarse a las ramas, y en lugar de las dorsales, tenían alas con las que salían en busca de caza.
Su gestación duraba nueve meses y reproducción era ovípara. Cuando llegaba momento del parto, los huevos caían al suelo e inmediatamente se abrían y liberaban a las crías. Unos recién nacidos se desarrollaban como peces e iban al mar; otros se transformaban en aves y volaban a lejanos confines para nunca volver; y algunos, los más tardíos, crecían con forma humana y se distribuían por el mundo.
Dado que los Cardianes eran inmortales, la supervivencia de los humanos, peces y aves, estaba asegurada... hasta que se quemó el bosque.

viernes, 20 de marzo de 2020

Una noche cualquiera

El borracho, de María Blanchard

Emilio entró en su bar habitual, se apoyó en la barra y pidió lo de siempre, que ya Juan, el camarero, se lo había empezado a preparar al verlo cruzar la puerta.
El vaso largo, como a él le gusta, brillaba por el efecto de la luz sobre el cristal recién sacado del lavavajillas. La botella de güisqui DYC a medio llenar y la cubitera de hielo completaban el paisaje al que Emilio tenía acceso con su mirada fija e incapaz.
Juan echó dos cubitos de hielo que, con su tintineo, atrajeron su atención —no me pongas más, que se agua, dijo— y miró al camarero que enroscaba el tapón de la botella. Cogió el vaso con su mano temblorosa y con la otra avisó cuando había llenado dos tercias partes, que se bebió en un par de buches. El aroma amarillo de la bebida le daba sosiego, y pidió una segunda copa, que Juan ya le había empezado a preparar, y una tercera antes de despedirse.
            Al salir, el bar quedó vacío y Emilio siguió su camino por las calles de siempre, dispuesto a seguir calmando su sed. Empezaba a atardecer y entró en otro bar. Tenía necesidad de beber para aclarar sus ideas.
            Sara se acostó a la hora habitual, apoyó la cabeza en la almohada y se tapó con la manta hasta el cuello. Se bebió el vaso de agua fría que había dejado en la mesita y fijó la mirada en el espejo de la cómoda. Su imagen algo pálida y descuidada completaba el paisaje al que Sara tenía acceso con su mirada fija e incapaz. Apagó la luz. El aroma gris de la penumbra le daba sosiego, pero escuchó entonces el ruido de las llaves en la puerta de la casa —ya está aquí, pensó— y volvió a mirar el dolor que se reflejaba en el espejo. Con su mano temblorosa subió la manta hasta cubrirse la boca, se tapó la cabeza con la almohada y cerró los ojos.
            Al cerrase la puerta contestó al saludo de su marido, y siguió en su postura fetal con que solía dormir. Había anochecido, escuchó ruido de botellas y los gritos de Emilio. Cerró los ojos, tenía necesidad de no pensar en nada.

viernes, 13 de marzo de 2020

El cuarto de Virginia


Retrato de Virginia Woolf, de Roger Fry
«En consecuencia —escribió Mrs. Woolf—, no me quedaba más remedio que irme».

            El lento fluir de la punta de la plumilla de oro, que se quedó clavada en el papel, transformó el punto de tinta azul, mezclado con una lágrima, en un borrón, quizás algo lúgubre, en el que fijó la mirada, sin pestañear, con sus ojos preñados de llanto. Le pareció como si la mancha tuviera vida, por momentos le recordó la silueta de su marido, de Mrs. Flanders y sus hijos y de otras personas que habían marcado su vida. Retuvo esa imagen sobre la mesa, en la pared y el techo, mientras con el dorso de la mano arrastraba las piedras que había sobre la mesa, que cayeron haciendo un ruido cercano al estruendo.
            Tiró el papel al suelo y volvió a coger su pluma para seguir con la historia, buscó a Mrs. Flanders, que seguía fija en el techo, mientras su hijo Jacob, dejaba un borrón cerca de la puerta y parecía que se marchara. Las siluetas crecieron y las manchas de lágrimas, armas y muertos, oscurecieron la habitación, que parecía entrar en el crepúsculo.
            Mrs. Woolf, se levantó, con cuidado de no resbalar con las piedras que se acumulaban bajo la mesa; para intentar limpiar las manchas o, al menos, disimularlas con un color pardo o pastel; pero al final no se atrevió a tocarlas.
            Las lágrimas y la tinta siguieron enseñoreándose en el techo, Mrs. Flanders no paraba de crecer, y Jacob nunca terminaba de salir en busca de su hermano Archer, desaparecido en la guerra. Las piedras seguían amontonándose. Retiró de la silla algunas de mayor tamaño y volvió a sentarse para seguir escribiendo su novela, pero la mirada casi suplicante del borrón —déjalo aquí, no hagas que se vaya, le decía—, volvió a petrificarla.
            Las piedras ya ocultaban la alfombra, las patas de los muebles y el banquito de debajo de la ventana, por la que entraba la luz del atardecer, que parecía dar vida a las irregularidades y manchas de la pared, llena de borrones y siluetas que la miraban esperando algo, que ella nunca supo discernir.
            Mrs. Woolf estaba decidida y abrió la puerta para que Jacob saliera, sabiendo de antemano que nunca volvería. Fue justo cuando él se ausentó, el momento en que el papel, la mesa, el techo y la pared se llenaron de borrones, hasta el punto de que la habitación empequeñeció encerrada en el azul pálido de la tinta que el plumín de oro no dejaba de emanar. Las piedras ya habían tapado el aparador, las sillas y la mesa. Mrs. Woolf, con gran esfuerzo, consiguió levantarse, coger el papel y seguir escribiendo. Ninguna silueta era reconocible en el salón y las lágrimas ya no clareaban el color de la tinta.
            Tiró los papeles, que volaron entre las piedras, cerró la ventana por la que ya no entraba luz, despejó el camino hacia la puerta, seleccionó las piedras más grandes, se las guardó en los bolsillos y entre los pliegues de la ropa y salió camino del río. El agua estaba fría. Sin desvestirse caminó decidida contracorriente. Las ropas y las piedras cada vez pesaban más y el fuerte caudal insinuaba el final de la historia que llevaba tiempo escribiendo.

            El cuarto de Virginia se quedó vacío.

viernes, 6 de marzo de 2020

La peculiar milicia de un agricultor destacado

Jornaleros, de Joaquín Barahona

Nos ordenaron en la estación en tresbidillo, de acuerdo con nuestra altura, y fuimos desfilando para subir al autobús, colocados de cuatro en cuatro, en cuadrado, una locura.     Los quintos de mi pueblo nunca habíamos viajado en autobús y estábamos más pendientes de lo que veíamos que de lo que oíamos, sobre todo de la mujer del capitán, —¡vaya pantorrillas tenía, y menudo escote, que dejaba entrever el canalillo!—. El capitán no hacía más que chillarnos, darnos órdenes, amenazar con encerrarnos y asustarnos con una zueca que había cogido de una cerca.
            Me recordaba a mi viejo cuando miraba el campo y la verja. «Niño —decía—, que la mala hierba y las ramas enfermas crecen en todas partes, y empezaba con el desvareto para reparar la cerca y evitar que entraran alimañas o se escaparan las gallinas».
            Parecíamos aceitunas a las que, ya sea con vareo u ordeño, estuvieran seleccionando. De vez en cuando un sargento escogía a alguno, ya fuera por alto, fuerte o porque tuviera alguna habilidad, como mi primo Joaquín, que era cocinero, o Antonio, el estudiante; y lo llevaba a los asientos de atrás, junto al capitán y su mujer, para entretenerlos. A mí me escogió y me sentó junto a ella. Yo le sonreí muy apurado y ella se sonrojó. Le hablé de lo que sabía, de las faenas del campo, y a ella le interesaba porque sus padres tenían tierras y se había criado allí. Se quedó con mi nombre y me dijo que vivía junto al cuartel. Nunca más volví a ver al capitán a pesar de que visité su casa muchas ocasiones.
            Mi abuelo decía que un buen militar tiene que quitar la mala hierba y saber utilizar la tolva para seleccionar lo mejor y deshacerse de lo dañino, tirarlo o dárselo a los cerdos. No sé en qué pensaba el capitán.
            El olivar es una lección de vida.

viernes, 28 de febrero de 2020

Rastro

Bazar, de Miguel Topete

Compramos y vendemos toda clase de productos, vendemos lo que necesita, compramos lo que le sobra.

Compramos y vendemos peluches, bastones, caballitos de madera, libros de aventuras, cuentos y tratados de economía; maletines, coches de gran cilindrada y pequeños utilitarios de segunda mano; patines, patinetes, cámaras de fotos, ordenadores, gabanes y cochecitos de niños.

Tenemos productos para todas las edades:

        Peluches para celebrar su septuagésimo aniversario.
        Bastones para ayudarle en sus primeros pasos.
        Caballitos de madera para ejecutivos de alto nivel.
        Maletines para boy scouts.
        Coches de gran cilindrada para quinceañeros y utilitarios de segunda mano para directores de banco.
        Patines y patinetes para la tercera edad.
        Cámaras analógicas para escolares.
        Ordenadores de última generación para ancianos enganchados a sus recuerdos.
        Gabanes para jóvenes galanes.
        Cochecitos de niño para abuelos solitarios.

Intercambiamos nuestros productos por años vividos o por vivir. Por cada década canjeada, regalamos aquello que siempre deseó en silencio.

viernes, 21 de febrero de 2020

Fábulas de este mundo - y IV: Fábula de Pezpajomamifombrjer

Arpía. Grabado anónimo.

El mundo primitivo estaba dividido en seis continentes habitados tres de ellos respectivamente por pezombres, pajombres, mamifombres, y los otros tres por nuevas generaciones de pezjaros, pajferos y mamifezes. Islas aledañas fueron recogiendo nuevos habitantes de las razas pezjarombre, pajmamifombres mamifpezombres, que con el tiempo se fueron uniendo hasta llegar a nacer los pezpajmamifos. El más destacado de ellos casó con la más dotada pezpajmamifjer, fruto de cuyo amor nació Pezpajomamifombrjer, al que algunos llamaron Dios.
Desde los confines del universo, el  Pezpajomamifombrjer, rodeado de su corte celestial de peces, pájaros mamíferos y hombres, en los días quinto, sexto y séptimo de la creación, imaginó un mundo nuevo al que llamaría Globo, en el que todos los seres vivos serían felices e iguales ante la ley.

viernes, 14 de febrero de 2020

Fábulas de este mundo - III: Fábula de la pezjer del palafito

Sirenas músicas. Miniatura inglesa

Ariel era una joven y apuesta sardijer hija de un marino que naufragó en altamar y se casó con una sardina. Su única afición era el mundo viajar, investigar el mundo marino y hacer amigos. Hasta tal punto era así, que pasaba la mayor parte del día buceando y buscando nuevos horizontes en mares y océanos. En uno de sus viajes conoció a Blanquito, un hermoso arenque del que se enamoró y al que conquistó con su gracia, su belleza y los sones de su mágica música. Con ayuda de sirenas y tritones construyó un palafito junto a una isla, en el que unieron sus vidas para siempre. Fruto de su amor, nacieron cuatro preciosas areniñas, que pronto de convertirían en hermosas arenjeres, inteligentes y atractivas, con un torso grácil de pequeños senos, y unas caderas suaves terminadas en una plateada cola con aletas que se movían con tal elegancia que parecían bailar al son de sus melodías. Brazos y aletas las hacían invencibles en la carrera y sus cerebros le permitían una posición envidiable entre los demás habitantes del mar.
Años después Ariel se quedó embarazada de nuevo. Blanquito recibió la noticia con alegría, siempre había sido un buen padre y deseaba aumentar su prole, para la que auguraba un futuro brillante. Pero algo iba mal, el embarazo duraba mucho más de lo estipulado y el abdomen Ariel creció y creció hasta parecer que iba a estallar. Fue entonces parió el esperado retoño, una pezjer, que por el aspecto y el tamaño parecía cachajer, con un torso grácil de pequeños senos, y unas caderas suaves terminadas en una negruzca cola y unas aletas que se movían con torpeza y brusquedad arrastrando todo lo que estaba a su alrededor.
Días después, un hermoso cachalote que rondaba con frecuencia alrededor de la isla apareció muerto, y todos en el mar miraron suspicaces a Blanquito, que había conseguido reunir el mayor banco de sardinas de toda la historia. Mientras Ariel permanecía recluida en su palafito.

viernes, 7 de febrero de 2020

Fábulas de este mundo - II: Fábula del pezombre del mar

Monstruos marinos. Grabado medieval

Un pezombre, habitante de las profundidades del mediterráneo, se encontró con un cocodrombre. Ambos habían intentado llegar a la tierra prometida, uno nadando, otro reptando, pero ante la imposibilidad de alcanzar su objetivo, habían ido perdiendo sus atributos.
—Yo iba agarrado a una lancha —dijo el pezombre.
—Yo escondido en los bajos de un carromato —contestó el cocodrombre.
—No me dejaron llegar a la playa.
—Me dejaron tirado en un río.
—A mí me pescaron y desde entonces estoy en este circo.
—A mí me cazaron y desde entones sigo aquí también. Ya te había visto antes.
En la carpa del circo hombres, mujeres y niños disfrutaron de las habilidades de esta nueva generación de variombres, y en las playas y en los ríos, habían dejado ya de perseguirlos para expulsarlos. Ahora los buscaba para capturarlos, junto a los elefaombres, ratombres, monombres y otras muchas especies nuevas.
—Me han dicho que son millones los pezombres que están cruzando.
—Y cocombres también.
—A algunos niños les están saliendo alas ¿Los ves?
—Sí, pero no saben usarlas.
—Ya aprenderán.
Así fue como a la raza de los variombres se sumaron los pajombres, que poco a poco también terminaron en jaulas en circos, aunque muchos de ellos morían cada día en cotos de caza distribuidos por todo el mundo, a perdigonazos en las terrazas de casas de campo o enganchados en los cables de la luz.
Fue en una de esas fincas en la que un pajombre se escapó tras ver la película Los Pájaros. Ese fue el principio del fin de la humanidad.

viernes, 31 de enero de 2020

Fábulas de este mundo - I: Fábula del pezombre del sur

Sirena y Tritón. Dibujo anónimo ruso

En un tiempo lejano, allí por los confines del océano, muchos valientes habitantes del tercer mundo se mutaron a peces, empujados por el hambre y la necesidad de supervivencia. Tras meses, incluso años, sin poder arribar en la tierra prometida, fueron perdiendo sus atributos humanos, se cubrieron de escamas, le crecieron branquias y se olvidaron de su vida terrestre, ante le indiferencia e incluso la satisfacción de los humanos.
            En tierra los llamaron los pezombres, y los fines de semana iban a buscarlos entre los juncos, en las orillas o os puertos, donde se alimentaban de despojos, y se los enseñaban a los niños, que disfrutaban echándoles de comer.
Pasado el tiempo, la pesca furtiva y las grandes navieras acabaron con la pesca, los pezombres comenzaron a pasar hambre y salieron de su hábitat a buscar comida en la tierra. Los humanos, alarmados ante lo que consideraron una invasión, los persiguieron, pero ellos, que no habían olvidado caminar, aprendieron a escabullirse, esconderse y defenderse y, tal era su número y voracidad, que acabaron con todo lo comestible.
            El último humano que sobrevivió a la hambruna creada, dejó escrito en una roca, anres de morir: «Reparte tu pan, no tu hambre», y un pezombre escribió debajo: «La maldad, más temprano que tarde, siempre tendrá replica».

viernes, 24 de enero de 2020

Siglo XXI

Taberna, de Francisco Mir Belenguer

Charlie había perdido su risa, no sabe si la olvidó, se la robaron, cayó por una alcantarilla o si se fue con otro. Con esa pérdida se fue ese gesto amable tan suyo, y con él su trabajo y su futuro. Desde entonces anda buscando a alguien que le pueda dar  una pista sobre su paradero. Agotado, por la noche se sienta a tomar un café en el bar de su amiga Melanie, que extravió la esperanza y se pasa el día poniendo copas y cafés a clientes anónimos, sin mirarles a la cara ni desearles buenos días.
Se sentó en el único asiento vació del bar y preguntó si alguien había encontrado una sonrisa. A su izquierda, un señor bien trajeado le ha dijo que no la ha visto y que, si la viera, no podría identificarla como suya, y le dio la espalda malhumorado porque no sabe donde había puesto su alegría. Igual hizo la señora de su derecha, que había perdido la bondad, y no quería entablar conversación con una persona tan necesitada y triste. En la barra una anciana que tomaba café preguntó, aunque nadie la escuchó, si alguien sabía dónde estaban sus ganas de vivir, y un caballero bien trajeado, con sombrero de copa y gesto adusto, se quejaba de que desde hacía tiempo no veía felicidad. Por último, al fondo del bar, unos padres y un hijo discutían porque no sabían dónde estaban sus ilusiones perdidas.
Al cerrar el bar los clientes fueron saliendo, cada uno con su congoja, sin escuchar al vendedor ambulante que, al otro lado de la calle, pregonaba su mercancía: Se venden risas ficticias, alegría inmotivada, esperanza inútil, falsa bondad, vidas truncadas, felicidad fingida e ilusiones rotas.

viernes, 17 de enero de 2020

Reencuentro

El triunfo de Baco (fragmento), de José de Ribera

—¿Eduardo Barcal Olmo?
—¡Vaya! Ya era hora de que acercara, he notado que lleva tiempo siguiéndome ¿Cómo sabe mi nombre? ¿Qué quiere de mí?
—Solo presentarme, Eduardo.
—No será solo eso, algún motivo más tendrá, digo yo.
—Efectivamente, me gustaría que habláramos, tenemos muchas cosas en común.
—¿Con ese porte y esos modales tan refinados que se gasta? No lo creo.
—Yo también me llamo Eduardo, concretamente Eduardo Barcal Olmo, como usted, y nacimos el mismo día y a la misma hora. Puede que no lo recuerde, pero crecimos juntos, de hecho, fuimos al mismo colegio, compartimos juegos y amigos.
—Imposible, eso no se olvida.
—Somos de la misma promoción de medicina, así lo quiso nuestra madre.
—Mi madre sí. La suya, ni lo sé ni me importa.
—Se volcó con nuestra educación. No tuvimos hermanos.
—Soy hijo único ¿cómo lo sabe?
—Yo también soy hijo único, de la misma madre. Ana, una gran mujer. Descanse en paz.
—¿Hijos de la misma madre y no somos hermanos? ¡Está desvariando, haga el favor de dejarme!
—No puedo, la realidad es que nunca nos hemos separado.
—¿Quién es usted, por Dios?
—Haga un ejercicio de memoria ¿Seguro que no me reconoce? ¿Tanto ha cambiado?
—No sé a qué se refiere.
—A su proyecto de vida cuando se abandonó a la bebida ¿Lo recuerda?  

Eduardo terminó su copa y salió del bar mirándose de soslayo en un espejo.

viernes, 10 de enero de 2020

Autorretrato


Autorretrato frente a un espejo. de Henri Toulouse-Lautrec
Se había pintado en más de cien cuadros. Se retrataba en cada uno de ellos frente al caballete y ante un espejo en el que se reflejaba pintando, y así sucesivamente hasta plasmar todas las obras de la serie. La perspectiva que consiguió fue tan real y minuciosa que se podía leer la firma y fecha de cada retrato. A pesar de la perfección de la obra, el público no supo valorar la perspectiva y el resultado conseguido, por lo que el artista, decepcionado, cogió un cuchillo y lo destrozó.
Comenzó una nueva serie de más de cien cuadros. Se retrataba en cada uno de ellos frente al caballete y ante un espejo en el que se reflejaba rompiendo el lienzo, y así sucesivamente hasta plasmar todas las obras de la serie. Cuando presentó su obra, el público no supo valorar la perspectiva y el resultado conseguido, por lo que el artista, decepcionado, lo destrozó y se volvió iracundo a los presentes.
Comenzó en la cárcel nueva serie de más de cien cuadros. Se retrataba en cada uno de ellos frente al caballete y ante un espejo en el que se reflejaba pintando y, al fondo, aparecía un grupo de personas que lo miraban atemorizadas.


lunes, 6 de enero de 2020

Epifanía (Navidad - V)

Adoración de los Reyes (detalle), de El Bosco

Pidió a los Reyes que le devolvieran a su papá, pero lo único que encontró aquella fría mañana de enero, entre juguetes y libros, fue una carta con un lacónico mensaje: «Nunca va a volver». Al cumplir seis años le habían que dicho que su padre se fue al poco de nacer él, y ahora pedía explicaciones.
Le entregó entre sollozos la carta a su madre que, tras leerla con atención, escribió en el reverso: «¿Por qué le has dicho eso al niño?», y la dejó sobre la chimenea. La respuesta de Baltasar no se hizo esperar: «No puedo mentir, pero tampoco voy a permitir que mi prestigio quede en entredicho por aquella noche de locura».

viernes, 3 de enero de 2020

Noche de Reyes (Navidad - IV)

Noche de Reyes, de  Julio Borrell Pla

Había decidido innovar y preparó con esmero el tentempié para los Magos de Oriente: Mantecado de chorizo de Pamplona y almendra, con pequeñas notas de curry, cidra y su sinuosa salsa de soja. Al no saber a qué hora llegarían Sus Majestades, dejó unas copas de vermú, rioja y vino dulce para que lo maridaran a su gusto.
A la mañana siguiente, las copas estaban vacías, los niños jugaban con sus regalos, él miraba los platos intactos y su mujer leía estupefacta una nota con tres firmas: Le falta sal.