Marina

Marina
Marina, de Ezequiel Barranco Moreno

viernes, 24 de marzo de 2017

Pluriempleo

El Sumpul, de Carlos Cañas
Hoy vas a tener faena —le dijo el francotirador al sepulturero, que acababa de llegar a la ciudad sitiada, tras terminar su jornada de trabajo en primera línea de tiro a las órdenes del ejército invasor.

jueves, 16 de marzo de 2017

El valor de la palabra dada

Estudio de un anciano, de Jan Lievens
˗˗Yo era pequeño, —contaba Bisabito al terminar la comida, rodeado de su numerosa familia- pero nunca olvidaré el día que fallecieron mis padres y me fui a vivir a casa de mis abuelos, ni cuando éstos murieron y me acogió mi otra abuela. Poco después fueron unos tíos míos los que me llevaron a su casa, y así siguió mi vida hasta que, huérfano y sin familia terminé en un orfanato. Al cumplir la mayoría de edad y encontrar un trabajo pude, por fin, rehacer mi vida y fundar una familia y, el mismo día en que tuve mi primer hijo, prometí públicamente que jamás permitiría que ni él ni los que estaban por llegar, pasaran por lo que yo tuve que pasar, que jamás los dejaría solos, y os obligué a todos a repetirlo en el momento en que tuvierais descendencia.
˗˗Y así lo hicimos, contestaron todos al unísono, levantando la copa.

˗˗Hoy, rodeado de mis hijos, nietos, biznietos y tataranietos —terminó orgulloso el discurso—, celebro mi cumpleaños, apagando las ciento setenta velas de esta tarta.

viernes, 10 de marzo de 2017

Caperucita Roja

Caperucita Roja, de Elías Salaverría

Ana no era ajena a la situación de gravedad de su marido, pero estaba convencida de que en cuanto bebiera y comiera algo, a pesar de lo que los médicos pronosticaban, mejoraría. Seguía insistiendo con su cuchara y su pajita, se desesperaba cuando no conseguía que abriera la boca, y celebraba cada toma como si fuera un gran festín.

Un día, dándole ánimos, la enfermera le explicó que los ancianos muchas veces se vuelven como niños, y que como tales hay que tratarlos.

    Abuelita, abuelita, ¡qué ojos más grandes tienes!
    Son para verte mejor —dijo el lobo tratando de imitar la voz de la abuela.
    Abuelita, abuelita, ¡qué orejas más grandes tienes!...

viernes, 3 de marzo de 2017

Noche de carnaval

Combate entre don Carnaval y doña Cuaresma, de Pieter Brueghel
La charanga anunciaba la inminente llegada de la gran cabalgata, y  el público ya abarrotaba las gradas con un aire festivo. Tras la banda llegó la primera carroza con un gran meteorito rodeado de hombres y mujeres que se contoneaban al ritmo de tambores y despertaban el entusiasmo de todos los asistentes. A continuación, cien mujeres vestidas con una toga, diez músicos tocando el arpa y la carreta de la bacanal. Detrás, grupos de bárbaros tiraban piedras a las romanas para regocijo de bretones y vikingos que se peleaban por comer los muslos del león que habían matado en la carroza del circo. Con palmas y campanas desfilaban niños cantando Hosanna seguidos de mujeres recién paridas y hombres barbudos montados en burros, que precedían a una austera carroza con una cruz, llevada por cientos de prominentes. El ambiente volvió a caldearse cuando Venus apareció saliendo de una gran piscina sobre dos conchas mientras el viento intentaba quitarle el pelo y dejar al aire sus vergüenzas. La música desenfrenada de las dulzainas acompañaba a la escena y hacía bailar a jóvenes que, sin pudor y solo un velo despertaban la concupiscencia de los asistentes. Hubo parte del público que intentó abalanzarse sobre ellas, pero la guardia del la Carroza del Duce se lo impidió. Todo volvió a la calma con los monjes y sus cantatas, que aunque seleccionaron las más animadas, no llegaron a gustar a un público ya borracho. Una inmensa catedral gótica a través de cuyas ventanas se veían curas y abades corriendo detrás de las monjas y delante de los demonios devolvió el ánimo a los asistentes que llegaron al éxtasis con la presencia de indígenas, hombres y mujeres desnudos, traídos de todo el mundo y numerados para una rifa que se celebraría a final de la cabalgata.
La fiesta recuperó todo su apogeo con la banda de la bacanal. En la carroza hombres y mujeres mezclaban sus cuerpos sudorosos e invitaban a los asistentes a sumarse a la fiesta, mientras ninfas, faunos y elfos se subían a las gradas y hacían partícipe de la fiesta a quien quisiera sumarse a la orgía. Tanto fue el alboroto que tuvo que intervenir la policía, aunque ésta también sucumbió a la tentación.  Un grupo de comensales borrachos rodeaban una mesa rodeada y destrozaban a dentelladas una vaca asada y pastores y agricultores, repartían vino en abundancia. Una banda de pulcros caballeros vestidos de chaqueta y corbata obsequiaban billetes y un sobre sorpresa a aquellos que vieran su nombre en la gigantesca ruleta de la penúltima carroza.
El público ya había saltado las vallas y la bebida, la lujuria y la avaricia empezaban a hacer estragos, acabaron con todo el vino, persiguieron y violaron a las ninfas y a cualquier mujer del cortejo, atracaron a los banqueros y destrozaron la ruleta.

En pleno caos sonaron las fanfarrias y aparecieron ejércitos y banderas de todas las naciones y tantos aviones que ensombrecieron el cielo. La gente quería huir pero la milicia se lo impidió, Hubo estampidas, peleas, pillaje y muerte y entonces, bajo el estruendo de las bombas, rodeada de cuerpos inertes, sangre y miembros amputados, apareció una gran carroza con una anciana vestida de negro, enjuta, omnipotente e insensible, que cerró la comitiva.

viernes, 24 de febrero de 2017

Huida

El camino, de Callein Scheller
Salió temprano un gris día de invierno, en silencio y sin despedirse, para evitar que influyeran en su decisión y le obligaran a abandonar su plan.

Cruzó la puerta de la casa y, sin mirar atrás, caminó decidido, intentando borrar de su mente todos los objetos y las personas que durante tanto tiempo lo habían rodeado. Evitó pasar por los lugares en los que pudieran reconocerle, se alimentó de pan y agua, anduvo sin descanso durante el día y durmió bajo las estrellas de noche. Cerca ya de su destino se acostó satisfecho y, a la mañana siguiente, al llegar por fin a Ninguna Parte, se sintió liberado.

En el parque

La piedra banco en  el jardín del Saint Paul Hospital
En este banco me senté cada día al salir del colegio, vi pasar gente sin prisa, las hormigas que salen a buscar comida cada verano, las maletas de mis compañeros, las faldas nuevas de mis sueños adolescentes, mis pies pensativos colgando o pisando y las plantas que crecían entre los adoquines. Aquí vi crecer mis demoras intencionadas y mis impaciencias, mis decepciones, y te vi visto crecer, acercarte, llorar, irte, volver y despedirte.
En este banco en que ahora nos sentamos, hemos visto pasar niños, palomas, risas y silencios, hemos visto como todo desaparecía cuando nos mirábamos.

Ven, levántate, ya no puedo verte, ya no estás ahí, ni está el banco, ni estoy yo, solo está lo que hemos visto.

viernes, 17 de febrero de 2017

Al otro lado de la frontera

Una mujer y su criada en el patio, de Pieter De Hooch
—¡Aquí nací y aquí moriré, no voy a dejar que nos invadan! Crecí en esta hermosa ciudad, en la casa frente a la iglesia y rodeado del cariño de mis padres y mis vecinos. Nunca he tenido problemas con nadie, no me ha faltado el trabajo ni el pan y he podido salir por la noche sin miedo. Pero eso ya es parte del pasado, desde que se abrió la brecha y cada día llegan decenas de indocumentados en busca de lo que aquí hemos creado entre mis conciudadanos y yo, me tengo que encerrar en casa a las siete de la tarde y prohibir a mis hijas que salgan solas. Por eso me he decidido a formar parte del equipo de gobierno, para que mi pueblo, mi nación, vuelva a ser el lugar idílico que conocí.

—No nos puede engañar haciendo promesas inútiles y mintiendo sobre su pasado de niño rico. Desde pequeño lo ha tenido todo, nos dice que nunca le ha faltado el trabajo, pero la realidad es que no ha trabajado en la vida, ha vivido de la herencia y de los negocios su padre, que sí era una buena persona, que hizo todo por la comunidad. Dejó en manos de gestores sus negocios y se dedicó a vivir gracias a su boda con la hija del empresario más importante de la ciudad. Su única obsesión ha sido seguir acumulando dinero y poder. Odia a todo aquél que pueda poner en riesgo su patrimonio o su sistema de vida. No tolera nada que suponga un cambio ni a nadie que sea distinto, pero el hecho es que me ha desbancado. Es un peligro.

Mientras los dos políticos discutían, a Magli se le cayó la fregona y se le volcó el cubo. Ambos la increparon con dureza antes de seguir con sus discursos, y ella continuó con su labor pensando que en pocos días obtendría el permiso de trabajo.

—Levantaremos un muro de hormigón y solo permitiremos que crucen personas con formación acreditada y que tengan algo que aportar a esta gran nación.


—Pondremos todos los recursos disponibles, con leyes que permitan que solo lleguen personas con formación acreditada y que tengan algo que aportar a esta gran nación.

Un hallazgo sorprendente

Pinturas de la Cueva de la Valltorta
La propaganda se refería a aquellas cuevas rupestres como el mayor hallazgo arqueológico de todos los tiempos, y yo era el guía turístico que cada día las enseñaba. Antes de iniciar la visita, me presentaba: —Mi nombre es Ramiro y voy a ser su guía en la visita a estas cuevas", hacía una pequeña reseña histórica: "Estamos ante la Cueva de Castañura, popularmente conocida como la Cueva de la Bicicleta o de los Soplaos—, iniciábamos el camino y en pocos minutos ya estábamos frente a la pequeña oquedad en la montaña, que era la entrada a la cueva. Cada día la misma rutina, bajaba despacio iluminando el trayecto con la linterna de mi casco, seguido por un grupo, que pertrechado de algunos faroles, seguía atentamente mis indicaciones, y nos parábamos en un recodo que me permitía reunirlos en círculo para darles unas normas básicas de seguridad . Tras pasar por algunas salas y pasadizos en fila india, alcanzábamos la Gran Galería, junto al lago subterráneo, que era el destino final de la visita, al estar el techo y las paredes llenas de pinturas rupestres en las que podíamos identificar caballos, bisontes, cazadores y, lo más sorprendente, un dibujo que claramente representa a un niño en una bicicleta, algo de difícil comprensión. Allí, los visitantes señalaban en silencio cada uno de los dibujos, especialmente el de la bicicleta y después se acercaban al lago, en el que, por efecto de las corrientes de aire, se podían oír unos sonidos            -soplaos, los llamaban- que a veces parecían quejidos, otras susurros y, en ocasiones, cantos lejanos que a más de uno le ponían los cabellos de punta.

Esa mañana transcurría como cualquier otra, y nada más salir de la cueva llamé al siguiente grupo que tenía programada la visita, como parte de un tour por la montaña. Una vez reunidos, entramos todos, salvo uno que se quedó fuera aduciendo que tenía claustrofobia. Me quedé con su nombre, Sergio, y teléfono y le dije que le avisaría para una vista tranquila y personalizada. Y así lo hice, aceptó  y me contó el motivo real por el que no había querido entrar: "Años atrás —dijo— entré con mi hijo en una cueva dejando las bicicletas en una pequeña sala que existía al inicio de la visita, hasta que escuchamos unos extraños sonidos, como un canto ancestral, y salimos corriendo. Más tarde mi  hijo entró a recogerlas y, aunque yo lo seguía a corta distancia, desapareció. Al ver la entrada a la cueva, a la que nunca volví y, no sé si voluntaria o involuntariamente, había borrado de mi memoria, la he reconocido. Ahora parece como si reviviera todo el dolor de aquel día y lo que me has contado de la pintura de la bicicleta, como entenderás, me ha impresionado, tanto si es verdad como si es un engaño o un truco para atraer turistas". Tras referirme su historia me agradeció mi interés y ratificó su negativa a entrar, dejando la puerta abierta a la posibilidad de hacerlo en otra ocasión y quedándose con mi teléfono.

Mi trabajo de guía siguió mientras continuaba el buen tiempo, ya que la cueva era de difícil acceso y en invierno se suspendían las visitas, pues que eran habituales las nevadas y las tormentas, que hacían el camino de acceso peligroso. Eran meses de aburrimiento en los que trabajaba en la oficina de la agencia de turismo del pueblo y organizaba rutas por el río o a caballo por la ladera del monte.

Unos meses más tarde me volví a encontrar con él. Me dijo que desde que enviudó y perdió a su hijo vivía solo, que le gustaba la tranquilidad del pueblo en invierno, lejos del ir y venir de tanto turista, y que pensaba pasar aquí una temporada. Hicimos cierta amistad y, aunque respetando su dolor nunca quise sacarle el tema de su hijo, él solía preguntarme con curiosidad sobre mi trabajo, las características de la cueva y aspectos básicos de espeleología.

El café de sobremesa, antes de entrar en la agencia, se convirtió en rutinario, hasta que un día faltó a la cita. Al principio no de di importancia, podía haber ocurrido cualquier incidencia o simplemente que no le apeteciera, pero un día vino el dueño de la pensión en que se alojaba a preguntarme por él, ya que no le veía desde hacía tiempo y le debía tres semanas de alquiler. Pregunté por el pueblo y nadie me supo dar razón, ni los vecinos ni sus escasos amigos, con los que pude establecer contacto gracias a la agenda que había dejado abandonada en la pensión.

Pasó el tiempo y no habíamos vuelto a saber nada de él, por lo que pensamos que, cansado de la monotonía de la vida en el pueblo y siendo un hombre parco en palabras, habría decidido seguir su camino sin despedirse. No obstante, la forma de irse, dejando deudas en el bar, en la pensión y en la tienda, no era propia de él y no dejaba de causarme extrañeza. El último que lo vio fue el dueño de una tienda anexa a la agencia, que le había vendido una cuerda, un casco y un farol.

Con la llegada de la primavera, el pueblo volvió a revivir, gracias espacialmente a las actividades turísticas en la naturaleza y, entre ellas las visitas a la cueva, que ya era muy conocida, gracias a las redes sociales que la describían con todo lujo de detalles, haciendo hincapié en lo espectacular de las galerías, en sus pinturas rupestres, en la bicicleta y en los "soplaos" que subían desde la profundidad del lago.

Era la inauguración de la temporada y las reservas estaban agotadas desde hace varias semanas. Me presenté al primer grupo, que me esperaba en la puerta del recién inaugurado Centro de Interpretación de la Cueva de Castañuro: —Mi nombre es Ramiro y voy a ser su guía en la visita a estas cuevas—, donde les di las explicaciones e información necesaria, repartí los faroles y los cascos y les indiqué que me siguieran. Nada más entrar cruzamos la sala y el paso angosto que me hicieron recordar la historia de Sergio y empezamos a oír esos extraños sonidos, que llegaban a estremecer a los visitantes. Así llegamos a la Gran Galería y el silencio de los excursionistas se convirtió en una algarabía buscando los animales, cazadores y la bicicleta que los folletos prometían. Por detrás de las voces de los turistas —mira un bisonte, ahí están los cazadores ¡he encontrado la bicicleta!— se seguía oyendo el rumor de los soplaos y les dejé un tiempo para que los escucharan mientras comentaban —parecen cantos, a mi me parecen quejidos u oraciones—. Me entretuve mirando las pinturas de animales y cazadores y escuchando el murmullo de los visitantes, cada vez más lejano, y el canto de los soplaos, por momentos más presente y profundo que me hizo recordar la descripción de Sergio —como un canto ancestral—. Ensimismado en mis pensamientos, observé algo que en un principio llegué a pensar que era fruto de mi fantasía, pero que resultó ser tan real como el lago, las pinturas o la propia cueva, junto a la enigmática pintura de  la bicicleta, pude ver unas pinturas que representaban a un hombre con una cuerda, un casco y un farol.

viernes, 10 de febrero de 2017

Ajuste de cuentas

Olympia, de Edouard Manet
Volvía a sentir miedo a pesar de que habían pasado más de treinta años desde salí de casa, para convertirme en el triunfador hombre de negocios que soy hoy. Nada había cambiado, la estantería llena de libros cubiertos por una fina capa de polvo, el cuadro de encima de la chimenea —una mala imitación de Olympia de Manet— la mesa y cuatro sillas desvencijadas.
Creía que había borrado el pasado, pero cuando me acerqué al armario azul en el que nos escondíamos mi madre y yo en las noches de borrachera de mi padrastro, volví a sentir la amenaza y el miedo a los gritos y a los golpes.

Volví a entrar en el armario, crucé la trampilla disimulada tras una cortina y pasé a la buhardilla que tantas veces nos había servido de refugio. Solo había un camastro, el viejo sofá cubierto por la manta gris y roja, con la que de niño me protegía del frío y una mesita de noche. Escondida en el fondo de mesita encontré una caja con la pistola que mi madre nunca llegó a utilizar. La cogí y la descargué con rabia sobre el sofá, el cuadro y el armario, como si quisiera destruir al pasado del que no podía librarme. Guardé la última bala para la foto en la que, abrazándonos a mi madre y a mí, mi padrastro me miraba burlón desde la estantería, pero me quedé inmóvil, petrificado, y no me atreví a disparar.  

Han escrito en tu muro

Dos figuras, de Pablo Picasso
19'30 horas. María.
—Se acabó, no puedo aguantar más sus cambios de humor. Me acuesto y en cuanto me levante mañana le digo que me voy de casa.

Siete comentarios. Quince "me gusta".

!9'32. Juan.
—Prefiero no seguir leyendo, me enfurece ese comentario.

Dos comentarios. Trece "me gusta".

20'10 horas. Juan.
—Esto está llegando al límite, su obstinación en controlarlo todo me saca que quicio, y encima coqueteando en el trabajo. De mañana no pasa que le pida el divorcio.

Cinco comentarios. Seis "me gusta".

20'16 h. María.
—Esperaba por fin su respuesta, su silencio ha sido hiriente.

Un comentarios. Veinte "me gusta".

20'20 horas.
En el más absoluto silencio, como cada noche, resueltos a salirse del grupo a la mañana siguiente, se duermen dándose la espalda.

viernes, 3 de febrero de 2017

Caza y captura

Juguetes, de Domingo Otenes
Ocultos entre los árboles y la maleza, los seres del bosque disfrutaban de  una vida feliz. Las hadas no cejaban en su empeño de mantener cierta paz y alejar a los enanos y a los sátiros de las benéficas sibilas, los gnomos y orcos evitaban enfrentarse, los elfos deambulaban felices entre los árboles y las flores y las brujas fabricaban pócimas para protección de males o contra el mal de ojo.
Pero un peligro acechaba, cada vez se arrancaban más árboles y tenían menos espacio para vivir. Terminaron viviendo en la angosta la ladera del río, bajo los acantilados, y fue allí donde una enorme red los atenazó y los sacó del bosque para llevarlos a un frío almacén en el que el maléfico ogro ToysRus, los guardó en cajas multicolores, junto a otros que ya tenía en su poder, para venderlos como esclavos por todo el mundo.

Crónica

Otoño, de Claude Monet
Atenazado por las noches cada vez más presentes, velado por la neblina de la mañana y bajo la amenaza constante de nubes y tormentas, el sol de otoño se fue diluyendo a semejanza del futuro que pintaron de promesas y esperanzas y que, pasados los años, es solo remembranza del pasado y un camino rutinario hacia el invierno.

viernes, 27 de enero de 2017

Paseo

La calle, de Balthus
Llegué a la cita antes de la hora prevista y aproveché para dar una vuelta por las calles del casco antiguo. Entré en la angosta Calle Libreros montado a toda velocidad en mi bicicleta nueva, a la que habían quitado los ruedines, que me habían comprado en una juguetería recién abierta en la Avenida. Al llegar a la esquina me tropecé con un señor que paseaba leyendo el periódico y se me cayeron los libros de la mochila, que él me ayudó a recoger amablemente aunque me recriminó mi comportamiento —más matemáticas y menos correr, dijo—. Repuesto del susto me encontré con María, mi novia, a la que acompañé hasta casa de sus padres, parándonos en todas las tiendas de ropa y complementos, en las de muebles, en las inmobiliarias y en las de trajes de novia. Ya de vuelta, por la Calle Francos, fui con Juana, mi mujer, a buscar un cochecito y ropa para los mellizos y a darle una vuelta a mi madre, que llevaba días que no se encontraba bien. Comenzaba a hacerse tarde y volví deprisa por la Avenida cuando comenzó a sonarme el teléfono, hasta seis veces conté antes de cogerlo, no podía aguantar más a mi jefe, lo cogí para decirle que estaba harto y que no contara más conmigo. Antes de seguir, para tranquilizarme, me senté en un café que habían abierto en el local de una juguetería recientemente cerrada, y me tomé una copa de coñac leyendo las noticias de economía, que tanto me preocupaba, por la bolsa de pensiones, cada vez más vacía. Me levanté con la ayuda de mi bastón para acudir a la cita.

No recordaba muy bien con quién había quedado, pero al verla se me vino inmediatamente a la memoria, pálida, vestida de negro y de mirada penetrante, aunque serena, siempre tiene reservado un momento para tomar una copa con cada uno de nosotros.

Viaje en el tiempo

Rinconcete y Cortadillo, de Manuel Rodríguez de Guzmán
Pedro del Rincón y Diego Cortado, "muy descosidos, rotos y maltratados", dormitaban tumbados en unos camastros en un pequeño y poco aireado cuartucho de la venta. El ventero les ofreció hospitalidad y los dos jóvenes truhanes, que iban camino de Sevilla en busca de fortuna, decidieron quedarse a pasar una temporada  y evitar los caminos durante el asfixiante verano castellano.

Hacía tiempo que quería viajar al Valle de Alcudia para participar de las historias y fantasías que tantas veces había leído, y ahora un viejo litigio de lindes entre los propietarios de la antigua Venta de la Inés y una finca colindante, me daba la oportunidad de cumplir mi sueño.

Al anochecer solían salir a pasear y buscar agua, que hacía tiempo que habían secado el pozo cercano, y a las inclemencias del calor se sumaba la necesidad de refrescarse e incluso de beber. Les gustaba descansar en la Fuente del Alcornoque, bajos las altas hayas, "que no hay ninguna que en su lisa corteza no tenga grabado y escrito el nombre de Marcela,...” y entretenerse buscando los grabados mientras sentían la brisa, que agitaba las hojas secas emulando los tristes cantos de Crisóstomo.

Me habían contratado para defender a la familia que regentaba la venta que, por obras de cerramiento y diversos intereses del propietario de la finca, había visto como unos muros y una cerca le cerraban el paso y el suministro de agua.

No lejos de allí, al amanecer, escondido entre los árboles cerca del camino, Sancho se deshacía en lamentos entre vómitos, retortijones y diarreas y todo por "no  ser armado caballero, porque tengo para mí que este licor no debe de aprovechar a los que no lo son".

En el Juzgado de Paz de la cercana localidad de Almodóvar del Campo la mayor actividad era la de los secretarios que abrían actas de los más diversos problemas. El ambiente sosegado rara vez se veía interrumpido, ya que solo ocasionalmente los juicios que allí se celebraban congregaban a más de seis o siete personas. Sin embargo el día en que se celebró la vista preliminar del caso que defendía, el juzgado estaba lleno, más por curiosos y grupos de activistas que por los propios interesados. 

"¡Justicia, señor gobernador, justicia, y si no la hallo en la tierra, la iré a buscar al cielo!"

La situación fue complicándose, terminando por espantar a los escasos huéspedes que aún quedaban y sumiendo al ventero y su familia en la miseria, al tiempo que la finca crecía en riqueza y fueron apareciendo muros y cerrándose caminos con cercas, cadenas y candados.

"Ahora acabo de creer, Sancho bueno, que aquel castillo, de que es encantado sin duda; porque aquellos que tan atrozmente tomaron pasatiempo contigo, ¿qué podían ser sino fantasmas y gente del otro mundo?"

Y así fue pasando el tiempo. Terminadas las diligencias volví a Sevilla con el juicio listo para sentencia. Por el camino de vuelta, con la sensación de estar luchando en un pleito de cientos de años, me pareció ver a una persona de aspecto curiosamente familiar que arengaba, bajo una gigantesca encina, a un millar de ovejas. Me bajé del coche y me acerqué a la encina, para emprender, él con su lanza y su yelmo y yo con mi maletín, el camino a la venta.

"…que esta es buena guerra y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra".

viernes, 20 de enero de 2017

Mi perro Kitty


Perro blanco, de Franz Marc
Mi pastor suizo no ladra, es muy independiente, tiene miedo a otros perros, y su mayor deseo es que lo dejen en paz. Un día lo secuestraron para utilizarlo como cebo y lo soltaron frente a un pitbull, que en pocos segundos lo acorraló. Sin dudarlo, escaló la pared con agilidad hasta el alféizar de la ventana, encorvó el lomo y saltó sobre su contrincante, al que cegó con dos certeros arañazos y le hizo un profundo corte en el cuello. Los criadores vieron como su fiero ejemplar se desangraba mientras el mío —un gato encerrado en un cuerpo que no le corresponde—  rebuscaba pescado en la basura y se iba en busca de la gata del vecino.

Vivencias

Reflejo azul, de Leonid Afremov
—Sentado en el sillón, dejé de leer un libro que había sacado de la estantería y me distraje mirando por la ventana. Estaba lloviendo y en la calle solo paseaba un joven, acercándose con cierta prisa, buscando refugio bajo los balcones.


—Entré en el baño, me sequé el pelo, me quité la ropa empapada y, cansado después de la carrera bajo la lluvia, me senté en el sillón y comencé a leer el libro que acababa de comprar, no sin antes asomarme a la ventana y ver a un hombre que se alejaba achacoso bajo la lluvia, buscando el refugio de los balcones.

viernes, 13 de enero de 2017

Cena de familia

Vida nocturna, el accidente. de Everett Shinn
Todo estaba preparado para el cumpleaños de mi padre. Mi mujer me ayudaba con las maletas. Mis hijos correteaban alrededor del coche. Yo gritaba a los niños y tranquilizaba a mi mujer.
En casa de mis padres ya estaban mis cuatro hermanos. Sus mujeres ayudaban en la cocina y los niños corrían por todas partes. Mi padre iba y venía al supermercado y preparaba su discurso de cada año mientras mi madre intentaba poner orden y en un  rincón dormitaba la abuela. Solo faltábamos nosotros cuatro para cenar los veintiséis. Teníamos por delante once horas de camino, un camino conocido por carreteras de sierra.  
Emprendimos el viaje temprano. Desayunamos y almorzamos por el camino. Salimos de la autopista tras nueve de viaje, incluidas las paradas reglamentarias. Faltaban solo cuarenta kilómetros, estaba muy cansado, tenía sueño. Continuamos, ya podía ver el pueblo en lo alto del cerro. Solo treinta kilómetros. Paré a estirar las piernas. Quince kilómetros, veía el puente a los pies del cerro. Llovía y el río traía mucha agua, conduje despacio. Al entrar en el puente vi venir a un camión a gran velocidad. Me desvié. Había una balsa de agua y derrapé. No pude controlar el coche, quedó volcado en la cuneta. Salí con cuidado. No encontré a mi mujer ni a mis hijos. Quise pedir ayuda. Subí al cerro. La lluvia y el fango me impedían ir deprisa. El esfuerzo era tremendo. Me ahogaba. Llegué al pueblo. No veía a nadie. Estarán preparando la cena en sus casas, pensé. Gritaba, pero no obtenía respuesta. Me dirigí la Iglesia. Enfrente estaba mi casa. Llamé pero no abrieron. Insistí, pero seguía son obtener respuesta. Vi una ventana abierta y entré. No había nadie.  
Abandoné la casa y volví al puente. Más que correr me deslizaba por el fango. Chocaba con los árboles y con las rocas. Me hice heridas por todas partes. Veía correr la sangre por mis brazos y el pecho. No sentía dolor. Debe ser por la angustia, pensaba. Seguía corriendo. Llegué al puente.


Había mucha gente. Acababan de llegar dos ambulancias y unos sanitarios atendían a dos niños y a una mujer. Me acerqué. Eran ellos, mi familia. Estaban heridos, pero vivos. Respiré profundo y sonreí. Mis hermanos rodeaban a mis padres y las mujeres apartaban a los niños. Me acerqué a mi padre. No me saludó. Está mayor y preocupado, pensé. Todos estaban llorando. Frente a ellos un funcionario los miraba compungido. En el suelo había un cuerpo inerte cubierto por una manta plateada. Sentí un fuerte golpe. Me dolía todo. Me acerqué a la manta, me acosté y me cubrí con ella.

Relevo

Rinoceronte, de Durero
Cuando despertó, el monstruo estaba allí, y ya nunca volvió el dinosaurio.


Homenaje a Augusto Monterroso

viernes, 6 de enero de 2017

Organización

El jardín de las delicias (detalle), de El Bosco
En poco tiempo el número y la variedad de monstruos había ido creciendo de tal manera que se decidió agruparlos a todos y, para su mejor conocimiento y control, enviarlos a lugares preparados para ese fin y clasificarlos por afinidad o según sus características. Así, poco a poco, se recuperaría la armonía necesaria.
Como primera medida se dividieron en dos grandes grupos según su tamaño y a partir de ahí, siguieron las divisiones, según su color, lugar de origen, disponibilidad de armas, movilidad y fiereza, y a cada grupo se le asigno un espacio, como un compartimento estanco, y una marca, que transformó el caos inicial en un perfecto orden.

Para terminar el trabajo, los identificaron por su nombre, y con ello consiguieron que todos los monstruos estuvieran bien localizados y disponibles en cualquier momento. Solo faltaban dos semanas para los Reyes Magos y había que abastecer a infinidad de niños.

Superhéroe

Alter ego, de Dora Carrillo
Cuando la Chilindrina lo encontró muerto junto a una extraña y luminiscente piedra roja, confirmó su sospecha de que el Chavo del Ocho era en realidad el álter ego del Chapulín Colorado.