En
la esquina de mi casa se ponía un joven a hacer malabares cuando el semáforo
estaba en rojo. Su especialidad era la cascada con cinco mazas, pero cada vez
que tiraba una por encima de los tres metros, se convertía en paloma y
desaparecía volando. Cuando se quedó sin ellas, siguió haciendo sus malabares
con pelotas, pero se fueron transformando en gorriones al llegar a la misma
altura. Probó con bastones, que se hicieron jilgueros y finalmente con un
diábolo, que se alejó con el vuelo majestuoso de la gaviota.
Harto
de perder todos sus instrumentos, optó por dejar el malabarismo y se hizo
acróbata, con bailes, contorsiones, piruetas y saltos. Su especialidad era el
gran salto mortal, que hacía desde lo alto de un contenedor cercano. El último
que le vi hacer, a principios de otoño,
fue espectacular. Hoy vuela con otras cigüeñas, camino de tierras más
templadas.
El malabarista o el juglar (detalle),
de Remedios Varo
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Me encanta, Ezequiel. Sigue escribiendo. Besos
ResponderEliminarGracias, Isa. Me alegra que me leas y te guste.
EliminarUn beso.
Impresionante. El espíritu libre del malabarista le llevo a los aires a un ave de buenos augurios. Me gusta
ResponderEliminarMe alegro de que te guste. Todos podemos volar y dejar atráslas pesadumbres.
EliminarMuy bonito Eze. Tiene razón Julio. El espíritu del malabarista vuela
ResponderEliminarEstoy contento con este relato. Lo pensé viendo a los malabaristas de la Barqueta.
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