Campesino cavando, de Vicent Van Gogh
La torre de la iglesia semejaba un solitario mástil en el mar de
trigo que se extendía hasta el horizonte, sin que una mínima sombra rompiera la
sensación de soledad y desasosiego que rodeaba al pequeño pueblo extremeño.
Alrededor de la iglesia, la plaza, dos calles empedraras y una veintena de
casas, completaban la fisonomía de la aldea.
Los pocos ancianos que allí vivían,
imposibilitados en su mayoría, rara vez salían de su domicilio y, si lo hacían,
era para coger el pan y alguna vianda que en una furgoneta llegaba una vez a la
semana.
Arturo, que a sus setenta y cuatro años era el
único que se mantenía sano y ágil, se había marcado como meta la atención a sus
vecinos y el mantenimiento del pueblo. Su jornada empezaba a las siete de la
mañana cuando tañía la campan de la iglesia.
Las siete
campanadas, asustaban a las palomas, que salían volando a picotear el trigo; a
las abejas que revoloteaban de flor en flor; a las ratas, que aparecían y
desaparecían camufladas en los arados; a los conejos que corrían hacia sus
madrigueras; a los halcones que alertados por tañido y el trasiego de roedores
abandonaban su sueño para buscar alimento; a los cazadores que apuntaban
indecisos al suelo y al cielo; y a los vecinos que empezaban un nuevo día con
sus dolencias.
Un día Arturo
enfermó, las campanas se mantuvieron en silencio, las palomas, las abejas, las
ratas, los conejos, los halcones, los cazadores y los vecinos esperaron
expectantes su sonido, y el pueblo se sumió en la profunda tristeza de una
tierra desolada.
Hay veces que la falta -la muerte- de una persona apaga la alegría de su familia, de su pueblo, de sus amigos.
ResponderEliminarDescansa en paz Arturo. O Perico.
Lo recuperaremos en la memoria.
EliminarNo lo dudes
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