Recuerdo la casa con una luz tamizada por cortinas tupidas y
oscuras. Los muebles eran antiguos y las estanterías estaban llenas de adornos
pasados de moda, de esos que ahora llaman “vintage”, aunque en realidad sólo eran
objetos de escaso valor. El salón era grande, tenía un sofá y cuatro sillas y
un aparador de estilo castellano, con su mueble bar y la televisión, habitualmente encendida aunque
nadie la viera. Al fondo mi cuarto y el sobrio dormitorio de madera de nogal de
mis padres, en el que destacaba la imponente figura de un crucifijo en el que
se habían esmerado en resaltar todos los estigmas de la pasión.
He tenido la oportunidad de volver al cabo de los años, los
propietarios que la compraron la habían puesto en venta y no resistí la tentación
de curiosear. Fue una experiencia extraña, nada más entrar me impresionó la
claridad y el color blanco que dominaba cada una de las estancias, desde mi
punto de vista algo excesivo, y el gusto
minimalista en el mobiliario y la decoración. Sólo la distribución de
las habitaciones me permitió encontrar alguna conexión con ese entorno en el
que tantos años viví.
Me sentí decepcionado pero, al cerrar la puerta, me pareció
oír unas pisadas infantiles y una voz que decía “vuelve pronto”.
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Interior salón azul, de Manuel García Blázquez
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