¡Aún dicen que el pescado es caro!, de Joaquín Sorolla
En la antigua pescadería del
puerto se podían ver los restos de la pesca que no se vendió la jornada
anterior, y que ya empezaban a oler mal.
Fue una mañana fría,
de poca venta. Emilia reparaba las redes, mientras esperaba a su marido,
preocupada porque el tiempo desapacible, la lluvia y el oleaje de la costa
gallega hizo que solo salieran a faenar los más atrevidos o necesitados. Ella
le imploró que no saliera —«te estás haciendo viejo, Martín»,
le advirtió—, pero él contestó que estaba harto de comer sopas de pan.
Cerca ya el anochecer,
se dirigió al puerto, pues a esa hora debería llegar el barco con una nueva
carga, pero solo encontró a otras mujeres, que observaban en silencio el mar
embravecido y escudriñaban el horizonte.
Al día siguiente
miraban juntas al mar en calma, y el pescado cada vez olía peor.