Adoración de los pastores (detalle), de Jacopo Passano
El bar, una especie de bistró de esos que ofrecen
comida económica, estaba casi vacío. Me senté en una banqueta en el extremo de
la barra y pedí una cerveza con su correspondiente tapa, que dejé a mi derecha
mientras leía el periódico. Junto a mí una pequeña oveja comenzó a sorber
ruidosamente agua y a rumiar el plato que Ezequiel, el camarero, le había
servido. Me llamó la atención el aspecto taciturno de su rostro que se
acentuaba por el color negro de su lana. Por educación y con algo de curiosidad
me presenté y le pregunté si podía ayudarla en algo, ya que la veía preocupada.
Ella
rehuyó mi mirada y negó con la cabeza, pero tras unos segundos se volvió hacia
mí y con los ojos llenos de lágrimas me contó su historia: Éramos más de mil
ovejas de todas las edades —me refirió con un tono de tremenda tristeza—, muy disciplinadas y amigas, que nos dejamos guiar
por nuestros pastores y sus traviesos perros hasta llegar a el portal donde,
decían, había nacido un niño que cambiaría el mundo. Ya en la cueva a la que
nos dirigió una estrella vi
que todo era especial allí. Alrededor nuestra, gallinas, patitos, médicos,
labradores, fariseos y ganapanes, campesinas, limpiabotas, soldados, marineros,
zapateros, escribas, aguadores, maestras, reyes y magos, estudiantes, prostitutas,
modistas, plateros, chapineros, prestamistas, toneleros, albañiles, porteros y
otros muchos miembros de los más diversos oficios llenaron la explanada que
precedía al lugar del nacimiento. Todos cantaban felices —continuó
con la mirada baja— hasta que acabó la
fiesta y cada uno volvió a su casa o a su faena, y allí me quedé yo, rodeada
del resto de las ovejas, y de la mula y el buey. Estos dos últimos, que son los
que me han aconsejado este lugar, se fueron pronto, y entonces se estableció
una acalorada disputa entre los pastores que terminó cuando todos se pusieron en
marcha con su respectivo rebaño y me dejaron a mí atada a un árbol. Lo siento, me
pareció leer en los ojos del perrito pastor que me custodiaba —terminó
de contarme compungida—, pero nadie quiere a una oveja negra en su
rebaño.