La enorme pala mecánica parecía haberse vuelto loca en manos del nuevo operario sobre el asfalto, ante los ojos atónitos de don Nicolás, el jefe de obras.
Llevaba
años trabajando en la construcción y conocía el riesgo de dejar en manos
inexpertas esas máquinas, pero ese nefasto día lo había distraído un viandante
curioso que llevaba horas revoloteando alrededor suyo, acercándose y
alejándose, sin dejar de hacerle preguntas sobre la obra o el manejo de la
pala. Era un hombre alto, desgarbado, de piernas y brazos extremadamente largos
en comparación con su cuerpo. Muy delgado, bajo la fina camiseta que lo cubría
se insinuaban cada una de sus vértebras y las prominentes escápulas que, en
contraste con su encorvado dorso, parecía que quisieran escapar y volar
libremente. De tez era verdosa, su rostro enjuto, la nariz picuda, y sus ojos,
saltones e inquietos, miraban en todas direcciones, como si escudriñaran lo que
pasaba en derredor suya. Su aspecto físico y una natural timidez, lo habían
convertido en una persona solitaria, al que rehuían sus vecinos. Solía pasear
por el barrio recitando una retahíla incomprensible, como un zumbido constante,
al que nadie prestaba atención. Cuando algo le llamaba la atención, intentaba
acercarse siguiendo un curioso protocolo. Primero se quedaba mirando fijamente
su objetivo, luego empezaba a rodearlo en círculos más pequeños, hasta que por
fin se decidía y con alguna excusa —pedir fuego, coger un papel o preguntar una
dirección—, lo abordaba y ya no se separaba de la víctima por muchos intentos
que esta hiciera, hasta dejarla agotada.
Y
así ocurrió ese día. Vio la pala mecánica, se fijó en don Nicolás, dio varias
vueltas mostrando una fingida atención, se acercó a pedirle fuego, encendió el
cigarro, dio unas vueltas más, volvió a acercarse, le comentó que la pala hacía
movimientos más rápidos de lo habitual le preguntó si el operario era nuevo, le
ofreció un pitillo, se apartó y, de nuevo, rodeó la obra. Al ir a acercarse
otra vez, don Nicolás lo echó con grandes aspavientos, con tan mala fortuna que
sus exagerados gestos confundieron al operario, que elevó la pala bruscamente
y, en pocos segundos, la dejó caer, sin que le diera tiempo al curioso
viandante a apartarse.
Cuando
los servicios médicos llegaron, solo pudieron certificar el fallecimiento del
curioso impertinente. Al día siguiente, en el lugar del accidente, solo quedaba
una discreta mancha oscura sobre el asfalto y algunos restos en la superficie
amarilla de la pala.