Bailarina basculando, de Edgar Degas
Su condición de
sordociega no le impidió disfrutar de la belleza. Comenzó su aventura en París,
donde le dejaron que acariciara y estudiara a La Victoria alada de Samotracia. Se impresionó tanto que, cuando la
recordaba, imitaba los movimientos con que la acarició en una especie de baile
sensual, sinuoso. Repitió la experiencia, entre otras, con La Piedad, El discóbolo, Nefertiti, El pensador y El éxtasis de
Santa Teresa.
Cada recuerdo, cada representación era un baile distinto, lento, profundo
e hipnotizador, y así lo entendió un célebre coreógrafo, que la llevó a estudiar
esculturas famosas y, para cada una de ellas, compuso una obra musical basada
en percusión, que ella notaba por la vibración del suelo. Recorrió el mundo
entero, alcanzando grandes éxitos con coreografías como El dolor de Laoconte, La noche oscura del Moái o Los amores de Venus y David.
En el cénit de su fama se encerró en su casa casi un año para aislarse y crear
su baile más hermoso, personal y sincero. En el estreno, sin música, iluminada
por un potente foco, y en un silencio casi religioso, comenzó a bailar como en un
milagro invertebrado, para ofrecernos su más logrado número: Autorretrato.
No se que decir, Eze. Precioso.
ResponderEliminarUna demostración de que el ser humano, en sí mismo, posee más belleza que cualquier belleza creada por él.
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