Calle Betis. Sevilla |
En pleno centro de Sevilla, a más de cuarenta y dos grados a
la sombra, a las cuatro de la tarde, solo estábamos en la calle ella y yo.
Me presento, Soy Juana, la sombra de Juana Arteaga Medellín.
Con el sol en todo lo alto, estoy regordeta y achaparrada, pero quisiera que me
vierais a eso de las siete de la tarde, cuando alcanzo mi máxima esbeltez. Vivo
con mi dueña desde el mismo día de su nacimiento, aunque como nació en un
oscuro día de diciembre, tardamos casi una semana en conocernos.
Desde el primer momento tuvimos discrepancias, yo siempre
quería ir al oeste, para retrasar el ocaso, y ella, dependía del momento o de
su capricho, iba en cualquier dirección, incluso me parecía que buscaba lugares
umbríos para hacerme desaparecer.
Un día me harté, lo recuerdo perfectamente. En realidad fue
un juego de niñas para darle celos; ocurrió en una verbena, había mucha gente y
luces estroboscópicas de colores por todas partes, que producían cientos de
extrañas y cambiantes imágenes, arrastrándose por el suelo y saltando en las
paredes. Aproveché la ocasión y di el cambiazo, me fui con una joven y a ella
le endosé la sombra de un bajito rechoncho que más que bailar parecía que convulsionara.
Duró poco, cuando vi que se iba, lo devolví a su dueño y yo regresé a los pies
de Juana. Esa fue mi primera decepción, no se había dado cuenta.
En otra ocasión me eché una amiga y durante un tiempo
paseamos juntas las tres, hasta que la vio y de una patada me quiso cambiar por
ella. En cuanto me di cuenta, la arrojé a un alcorque y allí se quedó, sin que
nadie extrañara de que un naranjo proyectara una sombra con dos piernas, brazos
y cabeza, hasta que el sol llegó a lo alto y la sombra del árbol la engulló,
excepto la cabeza y parte de un hombro, que quedaron sobre el acerado. A la
mañana siguiente barrendero la arrastró hasta una esquina umbría en la que
nunca daba el sol.
Pensé que ya no me quería, no sé si eran celos o si, con el
paso del tiempo, notó que me iba quedando más bajita, algo encorvada y perdía
agilidad. Desesperada urdí un plan perfecto para deshacerme de todas las
sombras y evitar competencias: cada día, a las doce de la mañana, me desprendía
de ella, y salía a eliminarlas, hasta que no quedó ninguna. Para ello utilicé
el mortífero EBS (siglas en inglés de espray extremadamente luminoso) y, para
que no pudieran esconderse, hice desaparecer las zonas umbrías con EPS (espray
extremadamente fotoluminiscente). Fue entonces cuando Juana volvió a fijarse en
mi y la gente en ella, a la que no le perdonaban que fuera la única en poseer
una sombra. La apodaron Juana la Malasombra.
Nunca más nos separamos. Pasábamos juntas las veinticuatro
horas del día. En la casa siempre ponía luces indirectas, leía junto a una
ventana al amanecer, en la pared opuesta al atardecer y por la noche, encendía
una gran vela que me proyectaba en un hermoso juego de luces. Pero jamás me
miraba o me hacía un gesto de cariño, estaba segura de que solo me quería para
mantener su fama.
Un fatídico día, en que se fue la luz y se le acabaron las
velas, coincidiendo con un eclipse de luna en una noche tormentosa, culminé mi
venganza. Aproveché un relámpago para, en los escasos segundos de existencia que
me dio el resplandor, acabar con ella con la sombra que el PSDSP (espray de
defensa personal de gas pimienta) que tenía en la mesilla proyectó, y escapar
pegada al faro de un coche conducido por una joven preciosa. Se llama Carmina,
Carmina la Malasombra.