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Cáceres |
En
la antigua ciudad amurallada, cuando el ocaso dora las fachadas renacentistas,
los ancianos se recogen, los comercios cierran sus puertas, los viandantes se
resguardan en sus casas, los turistas beben en las numerosas tabernas, las cigüeñas
vuelven a las espadañas, y los jóvenes se ocultan en los recovecos del casco
antiguo o llevan la algarabía a la Plaza Mayor.
Poco
a poco la noche se va adueñando del espacio, las calles quedan vacías, los
portales despiden a las parejas, las luciérnagas que iluminan la cena en cada
casa se apagan y el silencio, roto solo por las campanas de la Concatedral, se enseñorea
en loas rincones.
Entonces
salimos nosotras a deambular por las calles sombrías. Sin que nadie nos vea
paseamos, nos reunimos, jugamos o simplemente nos contamos como ha ido el día.
Lo único que nos preocupa es que la luz una farola, de unos faros, o el neón de
una tienda nos descubra. Siempre hay alguien que nos ve, quizás algún
noctámbulo, un borracho, el sereno o un vagabundo, y grita que ha visto un
fantasma. Nosotras nos sentimos mal, no nos gusta que nos confundan las otras
sombras, con las que han quedado vagando desde que la muerte cogió a su amo
desprevenido al atardecer. Esas sí son fantasmas.
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