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Plaza de San Andrés. Sevilla |
Como cada día, al amanecer,
abandono la plaza. Es un lugar noble, antiguo, irregular, abierto al tránsito
en un cruce angosto, y cerrado por una iglesia que se eleva orgullosa entre dos
callejas. Sus fachadas, más o menos conservadas, ocultan la vida de tenderos,
funcionarios, jubilados y huéspedes de un lujoso hotel. En los bajos, tiendas
de las de siempre y nuevas franquicias; bulliciosos bares con veladores que
llenan el espacio triangular de albero alrededor del cual los camareros
pregonan las tapas y los niños corretean persiguiendo a las palomas; y algún
otro establecimiento con la tertulia del cigarrillo en la puerta.
Por la mañana, bien temprano, bajo el trino de los gorriones
que anidan en los naranjos y el canto desafinado de las cotorras, se sientan
los ancianos de un asilo cercano. Conforme sale el sol, abren los bares y los
camareros despliegan las mesas, grupos de amigos, turistas y compañeros de
trabajo se sientan, las conversaciones suben de tono, las opiniones sobre el
partido del día anterior, las noticias de la mañana, y la cantinela del café y
las tostadas; transforman el murmullo inicial en una algarabía. Un coche pasa
con reggaetón a todo volumen, abren las tiendas, el cuponero atraviesa
la plaza pregonando el número que va a tocar; otro coche con música de cornetas
y sin prisa se para en el semáforo; los niños salen corriendo del recreo y
ocupan una esquina con sus bocadillos y balones; y un concierto de bocinas
alerta sobre un atasco. Las cervezas, almuerzos, cafés y copas, siguen dando
vida a las opiniones y bullicio al medio día, un argentino canta a Cafrune, un
rumano toca el acordeón, y unos hermanos gitanos tocan la guitarra y las palmas
recordando que, a veces, algo se muere en el alma. Un par de horas de descanso
hace recuperar cierta tranquilidad a los camareros, tenderos y vecinos, hasta
que, al caer el sol, la cerveza, la tapa, el peruano, el rumano y los gitanos
reaparecen; el traqueteo del camión de la basura anuncia el final de la jornada.
Pasa un coche con flamenco al ritmo de la bocina y flamenquito y, por fin,
llega el momento de desmontar, barrer y despedirse.
De noche cerrada se oye el canto de un borracho solitario
que se aleja por una calle cercana, suena la campana y entonces llego yo —el
silencio—, tan deseado y tan necesario, y ocupo la plaza hasta el amanecer.
Deseado silencio, anhelado silencio para descanso del cuerpo y de la mente que, noche cerrada, en el duermevela previo al sueño rememora e imagina el silencio de la mañana.
ResponderEliminarJosé Carlos
Un tesoro cada vez más buscado y más apreciado.
EliminarYo tengo estas semanas albañiles en el piso de arriba, que lo vendieron y están de reformas. Así que ni te cuento, jaja.
ResponderEliminarPues a disfrutar de sus descansos y, sobre todo, de la obra acabada.
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