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Duelo interrumpido, de José Santiago Garnelo y Alda |
El sol comenzaba a iluminar las copas de los árboles en esa
mañana fría de otoño, cuando llegué en mi coche de caballos acompañado del
médico, cada uno con nuestro maletín, seguido de otros dos coches en los que
iban, en el primero un militar con su uniforme de gala, y en el otro un
caballero elegantemente vestido con un traje de chaqueta negro.
Puse una pequeña mesa sobre el césped y, sobre ella, el
maletín, del que saqué una carpeta y dos pistolas. El médico abrió otra mesa y
desplegó el material de curas.
El militar y el otro caballero se bajaron de sus coches, se
acercaron, recogieron las pistolas y se pusieron de espaldas uno contra el otro
en silencio, en espera de que les indicara que empezara el duelo. Tras escuchar
la orden, ambos comenzaron a andar en dirección contraria, con su pistola
sujeta en alto con la mano derecha y contando los treinta pasos que estaban
estipulados, mientras repasaban los hechos que les habían llevado a esa
situación.
—
Esa mañana entré tras mi guardia en el cuartel y la
encontré allí, tumbada, casi desnuda. Me acerqué con mucho cuidado para no
despertarla y entonces oí un ruido que procedía del cuarto de baño, abrí la
puerta y ahí estaba, cantando mientras se daba un baño. Me quedé mirándolo y,
aunque él se azoró, yo me mantuve quieto, sin dar muestras de sorpresa y me
saqué del bolsillo de la chaqueta un guante, se lo tiré a la cara y volví a la
habitación. Ella se había despertado, se levantó con ese camisón blanco, casi
transparente, y quiso decirme algo, pero yo no me volví, salí de la habitación
y no he vuelto a verla, pero él, dentro
de poco, sabrá lo que cuesta una traición.
—
Sé que no debía haberlo hecho, pero creía que él estaba
de guardia y que no llegaría hasta el medio día. Cuando uno está enamorado, no
hay más razones que las que dicta el corazón. No estuvo bien, pero no pude
resistir la tentación, su mirada y sus gestos insinuantes y lascivos, bajo ese
camisón blanco, casi transparente, me llevaron a su cuarto. Sabía que estaba
enamorada de mí y que no rompía con el general por miedo. Cuando lo vi entrar,
con ese gesto entre perplejo e iracundo, solo fui capaz de balbucear algunas
palabras que no llegaron más allá de mis labios. Me tiró un guante y pude
sentir su desprecio, como ahora siento mi miedo.
Entonces apareció ella. La vi acercarse con paso decidido y
levantando las manos para llamar nuestra atención. Ninguno de los dos
contrincantes se movió y, aunque yo me puse en pie y ordené que bajaran las
armas, no me hicieron caso. Se paró entre ellos y extendió los brazos con las
palmas abiertas, como si quisiera parar una bala de un disparo que podría producirse
en cualquier momento. Y así se quedó, inmóvil, sin decir nada y con la mirada
fija en mí. Traía una camisa blanca muy holgada que se movía con el viento y
dejaba ver su silueta por delante del sol que comenzaba a elevarse. Sus
intensos ojos negros, su porte y valentía y el carácter decidido con que
actuaba me produjeron una sensación extraña, entre temor y admiración por su
valentía, que me dejó indeciso, sin capacidad de responder, hasta que habló:
—¡pare esto!— ordenó de forma tajante y yo le hice caso.
Les dije que el duelo había acabado y que se fueran, me
volví, les quité las armas, las guardé en el maletín y lo cerré, le dije al
médico que me acompañara, me monté en el coche de caballos y me fui sin volver
la mirada.
No sé qué ha pasado con ellos —en los duelos el juez no debe
conocer a los participantes y no es prudente preguntar—, y la verdad es que
tampoco me interesa. Pero desde entonces estoy angustiado, sin poder dormir,
buscándola con desesperación. La imagen de su silueta a través de esa camisa
blanca, casi transparente, no me han dejado indiferente. Tengo que encontrarla,
sé que ella me está esperando.