Marina

Marina
Marina, de Ezequiel Barranco Moreno

viernes, 28 de septiembre de 2018

Punto de vista

Grajo y excrementos, de Maruja Mallo

Descansaba bajo una encina cuando notó el golpe seco de la deyección de un grajo. Aturdida, se alejó de aquel árbol y se fue a descansar apoyada en una roca sin darse cuenta que estaba sucia de excrementos acuosos de un perro al que habían cebado con comida humana. Resbaló, cayó sobre una inmensa boñiga de vaca y allí se quedó. Fue ese postrero día de verano el más feliz en la existencia de aquella mosca.

viernes, 21 de septiembre de 2018

Celos

Mujer jugando con un gato, de Pablo Picasso

En mi casa parecía que el gato fuera la persona más importante para mi mujer, y digo persona porque así me lo refregaba ella cada día : «Es como una personita, la que más quiero». Tanto era así que poco a poco fui aprendiendo sus maneras para poder acercarme a ella. Con esa intención almohadillé mis zapatillas para no hacer ningún ruido, me puse un desinfectante aromatizado y salía y entraba a casa sin avisar, en absoluto silencio. Cuando pasaba por detrás de ella, procuraba rozarla con mi espalda y si era ella la que me tocaba, me encorvaba de manera ostentosa, y hasta llegué a beber en escudilla, tomar de aperitivo comida para gatos e incluso sentarme con él en la ventana para maullar a la luna.
Conseguí hacerme amigo del gato y de esa forma volví a sentir el cariño de mi mujer, pero me echaron de mi trabajo en una clínica veterinaria porque —así me lo dijeron— volvía locos a los perros.


viernes, 14 de septiembre de 2018

Malas compañías

El cuervo, de James Wyeth

Soy un cuervo como cualquier otro, negro, grande y de aspecto poco agraciado, pero al igual que el resto de mis congéneres, soy una de las aves más inteligentes, sociables, juguetonas y comunicativas. Sé que no es ese el concepto que tienen de nosotros, pero somos capaces de jugar, de formar pandillas de adolescentes, de emitir sonidos muy cercanos al lenguaje y de comunicarnos con nuestros graznidos con otros animales.
Hubo un tiempo en que quisimos hacer amistad con los hombres, incluso hay algunos cuervos domésticos capaces de identificar a su dueño con un sonido especial de amistad, o de odio, pero son los menos. Por entonces nos acercamos a unas ancianas solitarias que vivían en el bosque e hicimos amistad con ellas. El problema fue que todas esas ancianitas estaban encorvadas, se cubrían la cabeza con un pañuelo negro, tenían la voz muy ronca y una enorme verruga en la nariz. Estaban tan solas que intentamos ayudarlas y darles compañía, pero desde entonces nadie quiere nada con nosotros.

viernes, 7 de septiembre de 2018

Duelo a tres

Duelo interrumpido, de José Santiago Garnelo y Alda

El sol comenzaba a iluminar las copas de los árboles en esa mañana fría de otoño, cuando llegué en mi coche de caballos acompañado del médico, cada uno con nuestro maletín, seguido de otros dos coches en los que iban, en el primero un militar con su uniforme de gala, y en el otro un caballero elegantemente vestido con un traje de chaqueta negro.

Puse una pequeña mesa sobre el césped y, sobre ella, el maletín, del que saqué una carpeta y dos pistolas. El médico abrió otra mesa y desplegó el material de curas.

El militar y el otro caballero se bajaron de sus coches, se acercaron, recogieron las pistolas y se pusieron de espaldas uno contra el otro en silencio, en espera de que les indicara que empezara el duelo. Tras escuchar la orden, ambos comenzaron a andar en dirección contraria, con su pistola sujeta en alto con la mano derecha y contando los treinta pasos que estaban estipulados, mientras repasaban los hechos que les habían llevado a esa situación.

    Esa mañana entré tras mi guardia en el cuartel y la encontré allí, tumbada, casi desnuda. Me acerqué con mucho cuidado para no despertarla y entonces oí un ruido que procedía del cuarto de baño, abrí la puerta y ahí estaba, cantando mientras se daba un baño. Me quedé mirándolo y, aunque él se azoró, yo me mantuve quieto, sin dar muestras de sorpresa y me saqué del bolsillo de la chaqueta un guante, se lo tiré a la cara y volví a la habitación. Ella se había despertado, se levantó con ese camisón blanco, casi transparente, y quiso decirme algo, pero yo no me volví, salí de la habitación y  no he vuelto a verla, pero él, dentro de poco, sabrá lo que cuesta una traición.

    Sé que no debía haberlo hecho, pero creía que él estaba de guardia y que no llegaría hasta el medio día. Cuando uno está enamorado, no hay más razones que las que dicta el corazón. No estuvo bien, pero no pude resistir la tentación, su mirada y sus gestos insinuantes y lascivos, bajo ese camisón blanco, casi transparente, me llevaron a su cuarto. Sabía que estaba enamorada de mí y que no rompía con el general por miedo. Cuando lo vi entrar, con ese gesto entre perplejo e iracundo, solo fui capaz de balbucear algunas palabras que no llegaron más allá de mis labios. Me tiró un guante y pude sentir su desprecio, como ahora siento mi miedo.

Entonces apareció ella. La vi acercarse con paso decidido y levantando las manos para llamar nuestra atención. Ninguno de los dos contrincantes se movió y, aunque yo me puse en pie y ordené que bajaran las armas, no me hicieron caso. Se paró entre ellos y extendió los brazos con las palmas abiertas, como si quisiera parar una bala de un disparo que podría producirse en cualquier momento. Y así se quedó, inmóvil, sin decir nada y con la mirada fija en mí. Traía una camisa blanca muy holgada que se movía con el viento y dejaba ver su silueta por delante del sol que comenzaba a elevarse. Sus intensos ojos negros, su porte y valentía y el carácter decidido con que actuaba me produjeron una sensación extraña, entre temor y admiración por su valentía, que me dejó indeciso, sin capacidad de responder, hasta que habló: —¡pare esto!— ordenó de forma tajante y yo le hice caso.
Les dije que el duelo había acabado y que se fueran, me volví, les quité las armas, las guardé en el maletín y lo cerré, le dije al médico que me acompañara, me monté en el coche de caballos y me fui sin volver la mirada.
No sé qué ha pasado con ellos —en los duelos el juez no debe conocer a los participantes y no es prudente preguntar—, y la verdad es que tampoco me interesa. Pero desde entonces estoy angustiado, sin poder dormir, buscándola con desesperación. La imagen de su silueta a través de esa camisa blanca, casi transparente, no me han dejado indiferente. Tengo que encontrarla, sé que ella me está esperando.